lunes, 27 de diciembre de 2010

EL DESIERTO DEL THAR A LOMOS DE UN DROMEDARIO

Miércoles, 11 de agosto de 2010

Nos levantamos temprano y recogemos todas nuestras pertenencias para dejarlas en un pequeño cuartito que nos indica la familia que regenta el hotel, ya que sólo llevaremos el equipaje justo para pasar la noche en el desierto. En la calle nos tomamos un chai que amablemente nos han preparado y unas galletitas, compradas el día anterior, para poder comenzar el día con energía.

Siguiendo indicaciones del señor a través del que contratamos el safari nos dirigimos a pie hasta la entrada de la zona amurallada de la ciudad, dónde nos recoge un todoterreno en el que vemos cómo cargan algunos de los que serán nuestros víveres y una gran garrafa de agua.

Iniciamos la marcha y a pesar de ser temprano hay un calor y humedad ambiente que nos hace sudar la gota gorda hasta que el todoterreno se adentra en la carretera, adquiere velocidad y permite que entre viento que refrigere el ambiente. El trayecto dura una hora y media y nos permite contemplar la vida en el campo, muy distinta de la ajetreada ciudad, a pesar de que Jaisalmer es tranquila y sin aglomeraciones. Nuestra mayor preocupación es disfrutar de las vistas que nos ofrece el viaje en todoterreno y evitar clavar la cabeza en el techo cada vez que pillamos uno de los abundantes baches que minan la carretera.

El desierto del Thar no es como el del Sahara, no hay dunas enormes ni extensiones kilométricas en las que no se ve señal alguna de vida animal ni vegetal. Se trata de un terreno árido, con vegetación baja en forma de matorrales espinosos y de hojas duras y de árboles aislados que se diseminan por la enorme extensión de arena que alcanza la vista. Salpican la visión las granjas y pequeñas casas hechas de ladrillos de adobe de los campesinos y ganaderos que se dedican a criar cabras y cultivar el campo.


Llegamos a una zona inhóspita y despoblada dónde nos apeamos y somos recibidos por un grupo de 5 personas que serán los “camelleros” que nos acompañarán durante todo el safari. Una vez hechas las presentaciones comienzan a prepararnos el desayuno; chai, tostadas de pan con mermelada y fruta.


Alberto, que no ha venido preparado del todo, tiene que buscar sitio para desalojar las tripas y lo hace detrás de un gran montículo de tierra cercano. Óscar, muy rápido, le sigue sigilosamente videocámara en mano para recoger en imágenes tan embarazoso momento. Alberto, que le ve llegar le llama para que se acerque con celeridad, no ha dado tiempo a depositar tan ilustre regalo sobre la arena cuando decenas de escarabajos han llegado volando de no se sabe dónde y han comenzado a fraccionar el obsequio haciéndolo rodar sobre el terreno.
 

Entre risas cuentan la anécdota antes de dar buena cuenta del desayuno (menudo tema de conversación para amenizar la ingesta) y mientras damos tiempo a los camelleros para que recojan todo el material empleado en la cocina nos ataviamos con los pañuelos en la cabeza a lo Lawrence de Arabia, antes de cabalgar sobre nuestros dromedarios.


Montar en este tipo de animales tiene su truco y hay que coger bien la posición para no sufrir en la entrepierna aparte de las precauciones que hay que tomar ya que uno viaja muy alto, a una distancia considerable del suelo y cualquier caída puede tener graves consecuencias. Todos los camellos son manejados por nosotros mismos (excepto el mío que lo lleva el camellero correspondiente sujeto por las riendas) mientras los hombres caminan a nuestra par.

Conformamos una estrambótica caravana que avanza por las tierras desérticas y áridas con un paso sinuoso y cansino, aunque resulta interesante la experiencia de poder vivir el desierto desde lomos de estos animales, tal y cómo lo hacían los antiguos mercaderes y nómadas. Precisamente de la zona del Rajastán, y más en concreto de Jaisalmer se supone que es originaria la etnia gitana que hoy en día se extiende por Europa, y que dejaron la India en un éxodo tratando de huir de enemigos territoriales.


Tras dos horas de camino hacemos una parada para dejar descansar a los animales y para que puedan beber en una charca, que emerge a las afueras de un poblado que nos permiten visitar. Apenas 5 ó 6 construcciones de adobe conforman la aldea fantasma, que a estas horas del día, nos explican están deshabitadas porque sus habitantes trabajan en el campo. Tan sólo podemos divisar a un par de niños que nos piden las botellas de plástico vacías que llevamos, todo un tesoro en estos lares para emplearlo a modo de recipiente y portar agua o leche de las cabras o las camellas.


Otro rato más sobre el camello con el mismo paisaje entorno a nosotros y sin poder vislumbrar ni rastro de vida humana nos conduce hasta la parada que realizamos para el almuerzo. Los hombres desensillan los camellos y los dejan sueltos, con total libertad para que busquen sustento entre matorrales y ramas bajas de los árboles.

Tendidos sobre una manta y aprovechando la tranquilidad del lugar aguardamos a la sombra mientras nos preparan la comida, que es servida un rato después sobre bandejas metálicas: chapati, pasta, arroz y verduras conformas el menú y para acabar fruta y chai. Mientras los camelleros limpian y recogen los útiles empleados y se esfuerzan por convertir de nuevo en manada a los camellos desperdigados en varios cientos de metros en la redonda importamos a estas tierras lejanas de la India, muy próximas a Pakistán, una costumbre netamente española: la siesta.


Nos comentan que tenemos una hora más de camino a lomo de nuestros dromedarios hasta el sitio dónde vamos a hacer noche. En la reanudación de la marcha y de manera inconsciente algunos cambiamos de camello, y en esta ocasión le toca el ejemplar más rebelde (no dejan coger sus riendas) a Javier. En esta ocasión sí que podemos ver a mujeres que parecen trabajar en el campo, pero al acercarnos la magia de lo rural y lo inaccesible se desvanece; están hablando a través de teléfonos móviles.

En este momento sufrimos un pequeño contratiempo; de repente Isabel que viajaba en la parte trasera del grupo, nos adelanta a lomos de su montura que galopa como si hubiese sido poseída por el diablo. La pobre Isabel bastante tiene con agarrarse con fuerza a las riendas y tirar de ellas para que el animal se frene. Logra que se detenga manteniendo la verticalidad sobre el nervioso animal que al parecer, y según versión de los camelleros, se ha desbocado porque habrá recibido el picotazo de un mosquito o similar.

Este no sería el último susto que íbamos a sufrir. A pocos metros de llegar a la zona de acampada para hacer noche el camello al que no soltaban las riendas se vuelve loco, se zarandea y tira a Javier de la montura, se queda enganchado de una pierna mientras el animal sigue avanzando, pero con reflejos y de una patada se desengancha de los estribos cayendo al suelo sobre uno de sus brazos. Por fortuna todo queda en un golpe fuerte pero la cosa podía haber sido seria ya que el accidente se produce en una zona con rocas diseminadas por la superficie del terreno.

El campamento se halla al lado de unas dunas de arena naturales, que se elevan sobre el tapiz desértico y que nos permiten contemplar la puesta de sol en tranquilidad, mientras los camelleros preparan la cena. Llega otro grupo de 4 españoles, que han hecho el safari de medio día y que harán noche con nosotros.


Cenamos sin luz natural, alumbrados por nuestros frontales y acompañando los alimentos de unas cervezas frescas que habíamos encargado esa misma mañana al conductor del todoterreno; nos acompaña en todo momento el fulgor del fuego de una hoguera en la que se prepara una cazuela de chai.

El improvisado campamento cuenta con unas estructuras metálicas y tiras de caucho a modo de somier que hacen las veces de cama, elevadas sobre el terreno unos 30 centímetros y que evitan dormir directamente sobre la arena, con el objetivo de evitar que los molestos (aunque no peligrosos) insectos suban por encima de nuestros cuerpos mientras dormimos. Habrá que abrigarse y usar forros polares y las sábanas y sacos que nos acompañan durante todo el viaje para protegerse de las temperaturas nocturnas de la zona.

Decidimos arrastrar las estructuras a lo alto de la duna para tumbarnos en esta posición y poder contemplar con absoluta calma el cielo estrellado, sin una sola nube y podemos deleitarnos con la vía láctea, tan difícil de ver cuando se vive en grandes ciudades con gran contaminación lumínica. Sólo por esto ha merecido la pena llegar hasta aquí, y observar la galaxia exterior desde suelo indio.

Y aún nos queda otra sorpresa, tal y cómo nos prometieron cuando contratamos el safari recibimos la visita de un anciano, residente en una aldea próxima, y uno de sus nietos que amenizan la noche con la música de un sitar y las letras, para nosotros incomprensibles, de canciones tribales de la zona. Y de esta forma nos dormimos, en la quietud del desierto, con una bóveda de estrellas sobre nuestras cabezas y con las notas del instrumento musical ocupando el silencio de la noche.


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