lunes, 27 de diciembre de 2010

HACIA UDAIPUR CON PARADA EN RANAKPUR, UN VIAJE “INOLVIDABLE”

Domingo, 15 de agosto de 2010

Durante la jornada de hoy vamos a experimentar un viaje en coche por tierras del Rajastán, hasta ahora hemos viajado en tren así que podremos comparar las bonanzas de uno y otro.

Desayunamos por última vez en la azotea del hotel con la perpetua vista de la fortaleza de fondo y pedimos que nos preparen la cuenta por todos los gastos generados durante nuestra estancia. Y aquí nos encontramos una sorpresa, Manish nos quiere cobrar 10 horas de uso de internet, cuando en realidad no habremos usado ese recurso ni dos horas. Se da cuenta de que no nos la va a colar, así que acepta el dinero que le pagamos, con el descuento pertinente. Lo que sí hemos de pagar al final es la recogida del hotel en la estación del tren (que hemos comprobado no estaba incluida).

El tipo nos acompaña hasta la pequeña plaza dónde nos esperan los taxis (no pueden acceder hasta el callejón del hotel) y se despide haciéndose una fotografía con nosotros. Simpático es, pero también comisionista y liante nato.

Nos repartimos en dos grupos ocupando las plazas de los taxis, vehículos de la marca Tata (de origen indio) que a pesar de no ser muy viejos llevan un buen tute de kilómetros encima y con toneladas de suciedad en el interior (esas fundas de los asientos en las que parece que te vas a quedar pegado nada más apoyar el trasero).

Abandonamos los estrechos y sucios callejones de la ciudad vieja y atravesamos una zona de la ciudad más abierta, con los edificios más separados entre lo que permite contemplar el cielo, al contrario que en la zona antigua. Antes de tomar la carretera los taxistas repostan combustible, y para nuestra sorpresa lo hacen sin detener el motor, algo que siempre te dicen en la autoescuela que no debes hacer.

Primer contratiempo de la mañana; el aire acondicionado del coche en el que viajamos Isabel, Nacho, Alberto y yo no funciona. Y lo peor es que nuestro conductor (al que bautizamos como Andrés) no habla ni una palabra de inglés. Parece que no ha dormido bien o que se ha pasado la noche conduciendo porque no hace más que golpearse la cara en un intento desesperado por no caer dormido. Al cabo de un rato llegamos a lo que parece un peaje, por llamarlo de alguna manera, dónde una garita y una barrera de madera obligan a los vehículos a parar para pagar el ticket.


Vaya, parece que vamos a ir por una carretera más exclusiva, y con menos tráfico. A los pocos kilómetros conocemos la verdadera dimensión de las carreteras de esta zona del país, pagar un peaje significa que un rebaño de cabras puede atravesar la calzada y obligar a que los coches detengan el paso (Incredible India, repetimos para nosotros).

Entre rebaño y rebaño llegamos a un área de servicio (por darle algún nombre) dónde los conductores tratan de reparar el aire acondicionado (sin éxito) y aprovechan para cambiar una rueda de uno de los coches que hace un ruido infernal al girar (algún problema con los rodamientos). Parece que el viaje va a ser una aventura, así que compramos agua y snacks para el camino.


Comienza a llover lo que convierte el tramo por el que circulamos en potencialmente peligroso. Si a ello unimos la “destreza” de los conductores (dónde dice destreza sustituir por temeridad) y la gran cantidad de tráfico rodado y caminando que hay en la carretera uno se puede imaginar el rato que pasamos.


En cosa de media hora vemos hacer no menos de una docena de adelantamientos de esos que muestran en las campañas de la DGT en España para sensibilizar al personal. Línea continua, cambios de rasante, curvas, camiones que se acercan en sentido contrario; nada de esto supone obstáculo para hacer maniobras arriesgadas y potencialmente mortales mientras todos los que vamos en el coche, gritamos (en un español incomprensible para el conductor). No salgas, que viene un camión. Ahora noooo!!!. Y a esto súmale los paisanos que circulan con sus bicicletas o sus rebaños de cabras y búfalos por los inexistentes arcenes estrechando aún más la vía. No creo que volvamos a pasar tanto miedo en el interior de un coche.

Milagrosamente salimos ilesos del tramo de carretera más concurrido y en un cruce a izquierdas entramos en una vía secundaria por la que circulan menos vehículos y podemos respirar relajados. Ahora el problema es otro; nuestro amigo Andrés pierde de vista al otro taxi que marcha delante y no conoce el camino. Tenemos que parar en cada aldea o grupo de casas a preguntar a los paisanos de la zona si vamos bien en dirección Ranakpur.

La carretera secundaria se convierte en “camino de cabras”, con zonas sin asfaltar, barro, charcos de los que no se conoce su profundidad y podemos quedar varados, pero disfrutamos de esta parte del trayecto porque nos lleva por una zona rural, menos explotada turísticamente en la que podemos ser testigos de otro punto de vista del país. Podemos ver agricultores, campesinos, niños que van caminando al colegio y hasta tenemos la oportunidad de parar en un paso a nivel evitando un tren en nuestro camino y ver el comportamiento de la gente. Es levantar la barrera y todos los que allí esperaban el paso del convoy parecen iniciar una carrera por pasar los primeros (como un rebaño de ovejas al entrar en el redil).


Llegamos a Ranakpur dónde nos espera el taxi de nuestros compañeros y por supuesto el tema de conversación es el modo de conducción indio, que nos ha hecho temer lo peor en varias ocasiones. Comentamos los avatares sufridos mientras visitamos un templo menor del complejo y luego accedemos al principal, obra maestra de la religión jainista. Para entrar hay que llevar cubiertas las piernas así que a Alberto y a mí nos toca alquilar en las taquillas unos pantalones largos, tipo pijama, como los que llevan los dementes en los psiquiátricos.


El acceso está protegido por exhaustivo controles de seguridad que incluyen cacheos, aparte de ser obligatorio descalzarse para el acceso, con hombres al cuidado del calzado de los que te “exigen” propina por no hacer nada. El interior del templo, esculpido en mármol, no nos deja indiferentes. El detalle de la piedra tallada alcanza niveles de detalle alucinantes y perderse caminando entre las 1144 columnas que se reparten dentro de la nave principal (no hay dos iguales) es algo por lo que merece la pena haber llegado hasta aquí. Aparte de la belleza del templo en sí, degustamos los paisajes que lo rodean, con un color verde que predomina sobre los demás y que parece haber dejado en el olvido la aridez de las llanuras del Rajastán.


No encontramos abierto el restaurante del complejo de templos para comer por lo que decidimos avanzar, en unos 8 kilómetros hay varios restaurantes y hoteles en la carretera dónde podremos reponer fuerzas. Nada más reiniciar la marcha nuestro taxi se queda atrás, justo cuando la carretera se inclina hacia arriba y comienza a serpentear hacia lo alto de las montañas. El paisaje es imponente, con bosques cerrados sobre el hilo de asfalto por el que circulan los vehículos.

Nuestro amigo Andrés ahora no tiene que preocuparse de adelantar coches y parece más despierto, pero otros problemas mayores empiezan a gestarse. El motor se está recalentando y empieza a echar humo lo que obliga a pararnos para refrigerarlo y echarle agua. Otra vez arrancamos pero a los pocos metros la temperatura vuelve a subir y el capó humea de nuevo.

Andrés y su forma de conducción, alargando demasiado las marchas y subiendo de revoluciones al vehículo excesivamente acaban por meter un calentón al coche del que tardará un rato en recuperarse. Intenta dejar el coche tirado de cualquier manera en medio de la carretera, a la salida de una curva ciega pero hacemos indicaciones para que lo aparte a otra zona con más visibilidad. Trata de abrir el radiador mientras humea mientras le gritamos al unísono No lo abras, que te vas a quemar la cara, insensato.

En un intento desesperado cogemos agua de un riachuelo e introducimos líquido en el radiador sediento, seco mientras Andrés con otra botella salpica la rejilla y la matrícula frontal del coche, como si eso fuese a resolver la situación lo que nos provoca la carcajada.

No tenemos más opción que esperar a que pase un rato y el calentón se difumine así que disfrutamos del entorno y de la naturaleza, cientos de mariposas y algún colibrí nos hacen compañía durante la espera, tiempo en el que pocos vehículos pasar por nuestra posición. No sabemos nada del otro taxi, hacemos conjeturas y especulaciones de lo que pasará a continuación y de cómo vamos a salir de la situación.


Pasada una hora aparece el taxi de nuestros compañeros y nos recoge mientras seguimos al averiado, que con el conductor como única carga logra remontar las pendientes del puerto de montaña sin ningún calentón más. No tenemos más contratiempos excepto las zonas de carreteras que se han venido abajo por los deslizamientos de tierras provocados por el monzón lo que nos hace circular en algunas ocasiones literalmente al borde del abismo.


Coronado el puerto y tras recorrer algún kilómetro más llegamos a una especie de hotel-resort en medio de la montaña dónde el resto del grupo nos espera, sentados a la mesa y ajenos a todo lo que nos había sucedido porque nos confirman que su conductor les había dicho que nos íbamos a retrasar porque nos habíamos quedado haciendo fotos por el camino. Estos tipos son la leche.

La verdad es que el sitio en el que hemos parado a comer es muy bonito, con un porche exterior que se asoma a una zona de bosque y a un embalse de agua. Son casi las cinco de la tarde cuando hincamos el diente a algo sólido así que devoramos lo que pedimos.

Restauradas las fuerzas proseguimos camino que discurre por una zona de carreteras zigzagueantes que se pierden en un horizonte verde y frondoso. En cierto modo nos recuerda a las escenas de la comarca de los Hobbits de la película de El Señor de los Anillos, si dispusiéramos de algunos días más nos quedaríamos en la zona, agreste, bucólica, idílica y sobre todo alejada de la celeridad y suciedad de la vida diaria en las ciudades indias.


No tenemos mayores sobresaltos durante este recorrido salvo algún pavo real al que obligamos a levantar el vuelo justo delante de nuestros taxis para evitar atropellarlos y la maldita manía que tienen los conductores indios de tocar el claxon cuando algo se cruza en su camino para que se aparte.


Con un pavo real no hay problema, pero si lo que aparece en medio de la calzada es un búfalo de 800 kilos la cosa cambia. Lo ven de lejos y comienzan a hacer sonar la bocina. Nada, que el animal no se aparta (como es normal, no entiende que significa ese aviso acústico). Pero el conductor no aminora la marcha, sigue avanzando a la misma velocidad haciendo ruido y confiando hasta el último momento en que el animal se aparta, pero éste no lo hace. In extremis pega un frenazo a la vez que volantea para pasar por el medio de la cuneta de tierra rozando el mamífero. Cuando sobrepasamos el obstáculo móvil (más bien inmóvil porque el búfalo ni se menea) de forma milagrosa miramos atrás. El otro taxi ha rozado la cornamenta con la carrocería y volvemos a pensar Incredible India.


Pasada la zona de montaña dejamos atrás el pintoresco entorno para adentrarnos en una autovía convencional, de las que conocemos en España que nos lleva de manera descendente hasta la zona de lagos donde emerge la ciudad de Udaipur. La orografía a su alrededor está compuesta por cordilleras de montañas no muy altas pero si muy abundantes teñidas por el color verde típico de la época del monzón.

Pero claro, esto es la India y no podía ser todo tan perfecto. En medio de la autovía comienzan a hacer acto de presencia carteles indicadores de posibles desprendimientos y en menos que canta un gallo nos vemos dando bandazos con los coches de carril a carril esquivando fragmentos de rocas desprendidos de las laderas (con el tamaño de una bañera en algunos casos). Y mientras, por la otra calzada y en sentido contrario a nuestra marcha autobuses con el techo copado de pasajeros, a docenas. Esto sólo puede pasar en este país.


A pesar de todo llegamos a la ciudad de Udaipur que a simple vista parece algo más occidental que aquellas del estado que hemos visitado, más limpia y con más zonas verdes , fuentes y jardines o al menos esa impresión da la zona nueva de la urbe.

Alcanzamos el hotel Govindam Palace (http://hotelgovindampalace.com/) que se ubica en la zona alta de la ciudad antigua, dónde pasaremos una única noche. Mientras hacemos el checkin hablamos con el más espabilado de los conductores y nos pase al teléfono con Manish. Le vamos a pagar 500 INR menos por uno de los taxis, por no funcionar el aire acondicionado y por el percance del calentón del motor.


Una vez ocupadas nuestras habitaciones salimos a dar una vuelta por la zona cercana al hotel cuajada de tiendas orientadas al turismo dónde predomina la venta de textil, marionetas (típicas de la ciudad) y pinturas grabadas sobre lienzos o láminas de resina dónde la trilogía de animales de la cultura india predomina (elefante, caballo y tigre). Y algo que nos llama la atención, a pesar de que ya conocíamos el dato: en un montón de locales explotan el filón publicitario de la película de James Bond que se filmó en la ciudad y proponen proyecciones de la misma varios días a la semana.


Hemos comido tarde, no hay mucha hambre así que nos conformamos con snacks y refrescos que degustamos mientras asistimos como espectadores a un partido de cricket callejero. El cricket (con ciertas similitudes con el beisbol) es el deporte nacional por antonomasia y lo proyectan en la tele a todas horas, convirtiendo a los jugadores más famosos en iconos de publicidad para la gente. Sentados sobre unas escaleras que hacen las veces de improvisadas gradas tratamos de comprender las reglas básicas del juego, mientras que sobre nuestras cabezas enorme murciélagos (nunca antes los habíamos visto tan grandes) revolotean sobre la noche cerrada.



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